No es fealdad ni despropósito, sino uno de los medios para encontrar el sentido
El dolor es una realidad cuya aceptación tratamos
continuamente de postergar, a pesar de que es la metáfora extrema de
nuestra capacidad de sentir. El dolor tiene unas causas, pero hablar de
ellas pone en peligro el “orden” establecido o inducido. Por eso se
esconden las causas del sufrimiento que origina el poder legitimado por
un modelo político, económico, cultural, moderno o tradicional, que no
se revisa y que se constituye dogmáticamente como única fórmula de
interacción social, ocultándose las responsabilidades tras las espaldas y
en las sombras. Gozar el placer, sufrir el dolor, no vivir de ellos,
sería la manifestación de una verdadera madurez humana. Por Alicia
Montesdeoca.
De tanto que miramos, no vemos; de tanto que nos hablan no oímos;
de tanto que poseemos estamos insensibilizados para buscar. Pero nos
queda el dolor como el sentido que en algún momento nos despierta de
nuestro inconsciente sueño. Se teme al dolor, pero el dolor nos puede
acercar a nuestra humanidad. Aunque nosotros lo neguemos, él está ahí.
Aunque, incluso, en los círculos sociales más cercanos e íntimos nos
parezca “incorrecto” demostrar la “debilidad” de padecer, el dolor,
tercamente, estará presente.
Del dolor no se quiere hablar porque provoca, porque nos enfrenta,
porque nos intranquiliza. Pero si pudiéramos medir el nivel de dolor
que hoy el ser humano produce y se produce, es probable que el
experimento hiciera saltar por los aires el supuesto laboratorio, ante
el grito concentrado que se encierra en las entrañas del alma de este
planeta.
El dolor es, pues, una realidad cuya aceptación nosotros tratamos
continuamente de postergar, pero que a la altura de nuestra actual
conciencia social su existencia impide que nos durmamos en esta
inconsciencia que nos anula, que nos insensibiliza: el dolor es la
metáfora extrema de nuestra capacidad de sentir.
Se habla del dolor causado por la frustración, la soledad, la
renuncia, la humillación, el desprecio, la incomprensión. También se
habla del dolor de los que no tienen nada, de los que emigran, de los
que abandonan a los hijos, de los que torturan y de los que son
torturados; de los delincuentes, de los que no tienen trabajo, de los
que no poseen asistencia médica para sí mismos o para sus seres
queridos; de los que se ven arrastrados por guerras que ni comprenden ni
les van, de los desplazados, de los sometidos por epidemias que los que
tienen las soluciones contra ellas no están interesados en erradicar.
Doble lectura
Y ese dolor que es “estéticamente feo” no lo asumimos como
realidad humana cuando se manifiesta como pobreza, dependencia,
enfermedad, injusticia, violencia, ignorancia, desamparo...
atreviéndonos a negar o a omitir la verdad que se esconde: el dolor está
ahí porque lo producimos en nuestra fábrica de mentiras y de imágenes
aparentes que alimenta la máscara social, aunque se diga que son efectos
no deseados, incontrolados.
Pero esos efectos no deseados también se reciclan y se vive de
ellos, son portadas de todos los medios de comunicación. Para eso es
para lo que se utiliza el dolor, el ajeno claro, en una sociedad de la
imagen y el hedonismo: se utiliza el sufrimiento físico y psíquico como
espectáculo, nutriendo con el morbo el vacío que dejan las frustraciones
en los proyectos, las dificultades para conseguir los sueños, las
injusticias justificadas con discursos cargados de confusión y mentiras.
Según la Academia de la Lengua, morbo es sinónimo de enfermedad.
Se denomina morboso a lo que causa enfermedad o es propio de ella, y por
extensión, según el diccionario de la lengua española, se llama así a
aquello que revela un estado físico o psíquico insano. La morbosidad,
sigue diciendo, es el conjunto de alteraciones patológicas que
caracterizan el estado sanitario de un país.
Con el morbo se intenta nutrir (como al cuerpo con la comida
basura) a un espíritu errante que sin aliento se arrima a la primera
fuente de calor que encuentra, para lograr algún tipo de energía que le
permita seguir existiendo un tiempo más, aunque esa fuente sea venenosa y
cree adicción. El brillo de esa fuente es la trampa que hace caer a
todos los inocentes y los desprevenidos.
Responsabilidad de civilización
Tamaña responsabilidad la que tiene esta civilización que llega a
altas cotas de riqueza a costa de anular el espíritu, nutriéndolo con
los productos de su propia insensatez, sin asumir los efectos de sus
actos alienándose hasta la locura por no querer ver ni sentir. Gozar el
placer, sufrir el dolor, no vivir de ellos, sería la manifestación de
una verdadera madurez humana.
El dolor que se pretende convertir en espectáculo, que se
convierte en una imagen fija de llanto y de desesperación de niños,
viejos y mujeres que sufren, es un dolor que aleja al que sufre de su
espectador: es la imagen del dolor en los tiempos de la “reproducción
técnica”, como quizás lo denominaría el sociólogo W. Benjamín.
¿Realmente esas informaciones espectaculares llaman a la
solidaridad? ¿O se convierten en una satisfacción personal, para el que
la observa repetidamente, porque, por esta vez y en estas
circunstancias, a este espectador de turno no le ha tocado ese
sufrimiento?
Parece que queramos consolidar esta sociedad a base de construir
espectáculo con todo lo que pudiera hablar de trascendencia humana,
frivolizando y despersonalizando cualquier experiencia, aunque para ello
se degrade a los protagonistas.
Dolor y tecnología
De esta forma colocamos, en un escenario artificial, escenas
reales, con actores e historias que no han sido imaginados por ningún
autor de novelas. Pero en esos escenarios cualquier historia verá
transformados sus contenidos y significados gracias a los recursos de
las tecnologías y a la insistencia en imágenes repetidas hasta la
saciedad.
Imágenes que al final dejan de conmover porque de tanto
proyectarse ya no se ven, ni se oyen. Los sentidos han perdido
sensibilidad y reflejo porque ya no es novedad el dolor del mundo y
porque nunca se terminan de explicar las causas últimas de esa
realidad-espectáculo.
También porque la información que esconde la historia contada,
deja de ser importante porque el protagonismo termina teniéndolo el
periodista que logró las imágenes, la agencia o el medio de comunicación
que mejor cubrió el evento, la ONG que llegó a desplegar recursos para
“aliviar” la situación, las declaraciones de solidaridad de las
instituciones públicas nacionales o internacionales con una cascada de
buenos deseos, etc.
Muchos de estos “observadores de primera fila” (y de larga
distancia) terminarán recibiendo premios a la mejor cobertura,
presupuestos mejores para su labor asistencial, o en el peor de los
casos, nuevas fuentes de negocio para las empresas de servicios
oportunos y oportunistas que quizás sean las que dieron origen a la
situación que se menciona. De los dolientes no se volverá a hablar,
parece que queda zanjado su dolor con las medidas racionales adoptadas.
Luego se mirará para otro dolor reciente, o muy viejo, del que no
habíamos hecho aún espectáculo alguno.
Yemonjas
El dolor como espectáculo
El dolor no se puede convertir en un espectáculo porque éste nos
insensibiliza por su propia naturaleza como entretenimiento. Tampoco
puede descubrirse la trascendencia de los hechos de los que se informa
porque éstos hechos están confundido dentro del continúo bombardeo de
informaciones intrascendentes. No se puede hablar del dolor que
experimentan los desplazados, los heridos, los hambrientos, etc., y
después hablar del tiempo que nos impide tomar el sol en la playa, o
esquiar porque no ha nevado suficientemente.
El dolor tiene facultades que se pierden en el marasmo de
acontecimientos informativos, enumerados como el que hace una letanía,
un juego para la memoria. Por otro lado, el negar el dolor, ocultarlo o
frivolizarlo, nos arranca, nos desgarra, una parte importante de nuestra
humanidad
Tras esta realidad, otra, aún más tenebrosa si cabe. El dolor
tiene unas causas y hablar de ellas pondría en peligro el “orden”
establecido o inducido. Por eso se esconden las causas del dolor que
origina el poder legitimado por un modelo político, económico, cultural,
moderno o tradicional, que no se revisa y que se constituye
dogmáticamente como única fórmula de interacción social, ocultándose las
responsabilidades tras las espaldas y en las sombras.
Por eso, se señala con el dedo largo de los poderosos al dolor
causado por los anatematizados, o por los marginados, por los que son
excluidos o por los que se auto excluyen, por los revoltosos, por los
inconformistas, los que nunca accederán a la domesticación y de los
cuales se ofrecen todas las imágenes posibles que hablen de su
degradación y de su locura.
Tendencia del día siguiente
Sobre las débiles espaldas de éstos cae la culpa y la
responsabilidad de todo un sistema que no funciona, pero que sí permite
los privilegios de una minoría de intocables, aunque también degradados,
humanamente hablando, tanto o más que los que han resultado ser las
víctimas propiciatorias.
El segundo aspecto que queremos destacar aquí es lo que
llamaríamos la tendencia del día siguiente. Después de un dolor, la
receta es alentar la recuperación de la normalidad con el olvido de lo
pasado, cuanto más pronto mejor. Recuperar la normalidad, ¿qué es eso?
Todo dolor requiere de un duelo.
El duelo es, también, un proceso natural por el cual el ser humano
asimila la experiencia vivida y se fortalece a través de ella. El
esfuerzo por llegar a la “normalidad” es un esfuerzo contra-natura; la
normalidad es el duelo, es el dolor, es la experiencia del dolor, es la
renuncia a la frivolidad y a la simpleza, es la asunción de todas las
facetas del vivir.
La normalidad no existe. Existen nuevas circunstancias siempre,
cuánto más después de un dolor. Lo que se produce es un proceso de
readaptación a las nuevas circunstancias; a una realidad extraña a la
“normalidad” que antes se tenía. Nada es igual después del sufrimiento.
Nada es igual tras la invasión de un país; tras un terremoto; tras un
accidente; tras la muerte de un ser querido.
Vivir el duelo
Todo tipo de dolor merece un duelo, requiere un duelo. Un duelo
supone vivir un proceso de aceptación de la pérdida (por enfermedad, por
muerte, por catástrofe natural o provocada); un proceso de reflexión y
asimilación de la vivencia; no una huída para “quitármela de encima”, lo
más pronto posible, pues toda vivencia deja una impronta, una huella de
la que hay que sacar sabiduría y fuerza. Si no se las tiene en cuenta,
las experiencias dolorosas y traumáticas se distorsionarán y emergerán
con nuevas manifestaciones y sufrimientos, porque “se cicatrizaron sus
heridas en falso”.
No digo que el dolor haga falta para ganar méritos y lograr el
reino de los cielos, digo que el dolor propio es una fuente de energía
que nos empuja a la creación. Digo que el dolor nos informa de la
realidad que vivimos y que tenemos que superar. Digo que el dolor nos
habla de las creencias que nos condicionan, pero que también nos dan
sentido. Digo que el dolor nos informa de las injusticias que cometemos y
que padecemos. Digo que el dolor manifiesta aquellos gritos del alma
que no queremos escuchar. El dolor no es fealdad ni despropósito, el
dolor es uno de los medios para encontrar el sentido.
Hay que valorar la presencia del dolor como sensibilidad propia,
como efecto de nuestra capacidad de amor, como consecuencia de la
empatía que tenemos con todo lo que nos rodea y con todos los que nos
rodean; el dolor como impulso para la solidaridad, como razón para la
acción social que no siempre tiene que ser acción experta o de
profesionales. Porque al que vive el dolor y sabe que es un síntoma que
anuncia la posibilidad de muerte (del tipo que sea), no le consuelan las
explicaciones técnicas de los expertos, le confortan la solidaridad
humana, la compañía cercana, la mano amiga.
Perder el sentido del dolor es perder un radar poderoso cuya
incómoda presencia nos empuja a tratar de encontrar respuestas a la
pregunta que nos provoca: ¿por qué esta realidad está siendo así? Esta
cualidad humana impide que nos perdamos eternamente en el universo de lo
fácil, de lo pueril, de la mentira, de lo falso, de lo aparente, de la
muerte sin sentido de lo físico, y sobre todo de la desconexión con el
aliento que mantiene la vida.
Experiencia individual
El dolor es también una experiencia individual, nadie vive el
dolor de la misma manera, aunque las vivencias o las circunstancias sean
las mismas. Cuando se pretende vivir el dolor ajeno, se le arrebata al
otro la oportunidad de fortalecimiento y maduración personal que el
dolor le produce.
No hablo del que provoca dolor al otro: esa responsabilidad ha de
ser perseguida por la justicia humana. Hablo del que va al duelo y tiene
que ser consolado por los deudos del fallecido, porque se busca
protagonismo gracias a ese dolor. Es el que hace caridad ante las
cámaras, la prensa o ante el mismísimo Dios para conseguir mayor ratio
de gloria terrena y celestial.
Hablo de las aparentes muestras de conmoción de los
administradores políticos frente a una previsible catástrofe, cuando la
visión de sus consecuencias no le llevan a preguntarse ¿qué hice yo para
evitar que esto sucediera? O ¿cuánta responsabilidad tengo en el dolor
de estas gentes? Llevándoles estas preguntas a actuar en consecuencia.
http://www.tendencias21.net/El-dolor-es-la-metafora-extrema-de-nuestra-capacidad-de-sentir_a230.html
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